30 de octubre de 2011

La carnicería

Ganchos

En uno de estos ganchos acabó colgado el forastero. Permaneció ocho días en el pueblo. Ahora que estoy contando por primera vez esta historia, pienso que más le hubiera valido pasar esos días en el infierno que no haberse detenido aquí.

Es extraño: nadie supo jamás el motivo de su visita. Es posible que sólo estuviera de paso, que el final de su viaje fuera otro. O quizás vino al pueblo en busca de su destino: acabar colgado de los ganchos de una carnicería al pie de la carretera, como un borrego en Missour. Angustias debe saber a qué vino al pueblo, pero nunca habló del tema.

Ventana de la carnicería

Jeromín, el ayudante del panadero, fue el primero en descubrir el cuerpo colgado. Temblando, dio la voz de alarma y rápidamente aparecieron cabezas asomadas a las ventanas de la calle. Angustias, todavía en camisón, abrió la reja de la carnicería y se desplomó llorando desesperadamente. Mateo, su marido, tardó un buen rato en bajar, tras haberse aseado y vestido con calma.

Los vecinos descolgaron el cuerpo del forastero por miedo a que el cuello terminara desgarrándose del todo y la cabeza se separase del cuerpo. Cubrieron el cadáver con una lona de la propia carnicería. Cuando llegó el juez, la lona empapada en sangre estaba rígida y cubierta de moscas. Horas después, la pareja se llevó al carnicero esposado a Soria en la vieja furgoneta Citroën de don Alberto, el de los piensos, que iba a la capital a comprar una báscula nueva.

Angustias cerró la carnicería que regentaba junto a su marido y marchó a Pamplona, donde tenía una prima que se dedicaba a limpiar escaleras. Nunca más volvió al pueblo.


Fachada y puerta de la carnicería en su estado actual

El forastero dejó poca cosa. La saca de pana que solía llevar colgada a la espalda apareció en un rincón del molino viejo. Contenía unos trozos de vela, un mechero de cuerda, un sombrero raído y sucio y algo de comer: tocino seco, trozos de pan y una lata de melocotones en almíbar. Junto a la saca, una manta y un hatillo de lana lleno de chinches.

El Heraldo se hizo eco del brutal incidente dos días después. Según pude leer, el garfio le destrozó la garganta hasta lo más profundo. Penetró desde atrás por la tráquea destrozando dos vértebras cervicales, y le desgarró el esófago y la faringe, hasta terminar con la lengua clavada en el velo del paladar. La muerte fue instantánea.

Nadie en el pueblo volvió a mencionar los terribles sucesos de aquel verano. Hasta hoy.