14 de abril de 2010

La caída de Angelita

Angelita se trasladó a Madrid (más bien fue trasladada) en compañía de Vázquez Rubio. Después de haber pasado toda la noche viajando en tren, llegó a la capital al mediodía. Se instaló en la misma pensión cercana al Ministerio del Ejército que había ocupado otras veces. A las 16.00 vendrían a recogerla para llevarla ante sus superiores.

Aprovechó aquellas horas de descanso para comer alguna cosa y poner en orden sus ideas. Pasado un rato se asomó por la ventana: aparcado frente al hostal había un coche del Ministerio, con dos agentes en su interior. Angelita sonrió. Pérez Villegas era más idiota de lo que ella pensaba.

Bajó hasta Recepción y pidió un teléfono. Pensaba hablar con sus amigos en las altas esferas, pero todos estaban ocupados o comunicaban. Aquello no pareció preocuparle. Subió de nuevo a su habitación y se tumbó sobre la cama.
Escudo franquista (lo pongo para ambientar)

A las cuatro en punto llamaron a la puerta. Angelita estaba preparada: sabía que su final había llegado. Sentada al filo de la cama, miraba fijamente la puerta de su habitación como un preso mira al patíbulo desde la ventana de su celda.

Se notaba cansada, demasiado vieja para soportar aquella pantomima absurda montada por Pérez Villegas. Aquel mundo de politicos y matones le parecía ahora carente de sentido, como si no tuviera nada que ver con ella. En un instante, toda la experiencia de tantos años como agente del Ministerio, todos sus valiosos recuerdos desfilaron arremolinados y difusos por su cabeza. Se vio sorprendida a sí misma por aquella confusión momentánea.

Se restregó las manos como para despertar, suspiró profundamente, cogió su bolso y salió orgullosa, sin mirar siquiera al cuervo negro que la estaba esperando.