5 de septiembre de 2010

La aventura de Pedro

Como ya os decía, pasábamos los escasos ratos muertos que se producían en nuestro fascinante viaje al Marruecos Imperial mirando los carteles de los comercios morunos, comentándolos, bromeando sobre ellos. En general estos anuncios son reflejo del esmero con que los comerciantes cuidan su clientela, pero en algún caso fueron la solución a imprevistos y necesidades que nos iban surgiendo en nuestro quehacer turístico.

Una vez paramos en un pueblecito cercano a Fez porque uno de los todoterreno se calentaba en exceso. Decidimos esperar en una cafetería a que le echaran un vistazo al radiador del coche, pero Pedro, que no se pudo liberar de su ansiedad en todo el viaje, se arriesgó a visitar el zoco local por su cuenta. Se despidió brevemente, cruzó un bello arco moruno que servía de entrada al mercado y desapareció entre callejuelas llenas de tenderetes.


Por esta puerta se introdujo Pedro en una verdadera trampa para incautos

Aunque a nadie hizo gracia aquella imprudente escapada de Pedro, ni siquiera la comentamos, de acostumbrados que estábamos a sus impertinencias y desplantes.

Según él mismo explicó a la vuelta, callejeó un poco curioseando entre los puestos llenos de cachivaches hasta que descubrió justo enfrente a un moro que le miraba fijamente. Esquivó la mirada bajando los ojos hacia los cacharros cubiertos de polvo. Al momento alzó de nuevo la cabeza: el moro seguía observándolo sin pestañear. Decidió marcharse hacia otro lugar con la esperanza de perderlo de vista, pero aquel inquietante moro le seguía a cierta distancia. Lo hacía con descaro, a sabiendas de que era un turista incauto y que se encontraba solo. Posiblemente le había estado persiguiendo desde que cruzó el arco de entrada.

Pedro intentó darle esquinazo varias veces, pero todo fue inútil. El moro esperaba la mejor oportunidad para abordarlo y atracarle. En su desesperado pensar, Pedro se sabía doblemente perdido: ni sabía dónde estaba, ni cómo podía escapar de aquella peligrosa situación.


Pedro sufrió una terrible persecución por un laberinto de callejones como éste

Víctima del miedo, se volvía hacia su perseguidor y le mostraba sin disimulo sus puños cerrados, intentando intimidarle pero sin dejar de huir. Entonces le dio por mirar los carteles de los comercios y tenderentes que pasaban precipitadamente ante sus ojos, como si entre ellos pudiera encontrar una salida. A la derecha una tienda rara y un dentista. No le produjeron confianza alguna.


Tienda rara y dentista

A la izquierda lo vio claro: cus cus y pinchitos. Se precipitó dentro del bar.


Cartel salvador

- ¡Perdón, mesié! ¡Perdón, mesié!, - gritaba compulsivamente, intentando llamar la atención del camarero que le miraba extrañado sin comprender la causa de tanta agitación.

Pedro volvía la cabeza hacia la calle una y otra vez. El moro le esperaba justo en la acera de enfrente.

- Que voulez-vous? - se atrevió a preguntar el camarero desde el otro lado del humilde mostrador, temiéndose lo peor de aquel turista que parecía borracho… y español!
- Un té, pliss – respondió Pedro. Su voz sonó como la de un niño asustado.

El camarero se perdió tras la sucia cortina que separaba el infiernillo y varias ollas de cobre del resto del local, y Pedro se desplomó sobre una silla de la mesa más cercana. Miró a su alrededor. En el local había otros dos clientes. Parecían tranquilos. A través de la puerta abierta veía perfectamente a aquel moro cabrón mirándole fijamente, como un buitre esperando la muerte de su víctima. Con los puños apretados sobre la mesa pringosa, notaba cómo el miedo se iba convirtiendo en impotencia, y la impotencia en rabia.

Pedro no recuerda en qué instante me vio pasar por la puerta del cafetín junto con Miguel, otro de los comerciales premiados, que nos adentramos en el callejón para comprar tabaco. Quedamos muy sorprendidos cuando vimos salir precipitadamente de aquel sucio local a Pedro. Casi caemos los tres al suelo del ímpetu con que se abrazó a nosotros. Estaba pálido como la cera y tenía todo el rostro lleno de pequeñas gotas de sudor. No quisimos preguntar, pero supimos al instante que algo había ido mal. Muy mal. Poco después él mismo nos lo contó todo.