17 de mayo de 2010

La "checa" de la Telefónica

Angelita permaneció retenida durante dos semanas en la checa de Telefónica. No temía encontrar nada dramático: malos tratos, torturas físicas o psicológicas… No. Se había formado más bien una idea monótona y gris de su estancia en la vieja cárcel. Y no se equivocó.

Manual ruso de torturas utilizado por las checas.

A las instalaciones del Ministerio del Ejército en el edificio de la Telefónica accedieron Angelita y sus guardianes por una discreta puerta lateral que se abría a un pequeño vestíbulo con policía militar de guardia. Desde allí recorrieron pasillos iluminados por molestos tubos fluorescentes y bajaron escaleras hasta llegar por fin al pasillo en el que se encontraban las tres celdas de las que constaba la instalación.

Un sargento y un cabo del Ejército de Tierra hacían de carceleros. Además, recibían la visita de una enfermera dos veces por semana y un capellán castrense los domingos por la mañana.

Edificio de la Telefónica

La celda era toda cerrada, con escasa luz que entraba por un ventanuco pegado al techo, una cama de cemento y un colchón de paja. Pintada de negro, aquella jaula parecía un ataúd. Muy adecuado, pensó Angelita. Ya no duraré mucho tiempo más.

Un pequeño cuadro del Corazón de Jesús presidía la cabecera de la cama, y los retratos de Franco y José Antonio, que no eran sino láminas de cartón llenas de polvo, decoraban la pared opuesta. A la derecha de la entrada, una media citara proporcionaba algo de intimidad al retrete y el lavabo amarillentos. En la esquina opuesta, a los pies de la cama, una mesita y un taburete hacían de escritorio y completaban todo el mobiliario de la habitación. Sobre la mesa, perfectamente alineados, reposaban un pequeño lápiz y algunas hojas de papel, un cuenco y un vaso de latón, una Biblia y media pastilla de jabón de glicerina.

Al no tener nada que hacer en la habitación salvo esperar la rutinaria visita de la enfermera o la llamada de algún personaje político que nunca se producía, Angelita mataba las largas horas porque las horas no la matasen a ella, tal era su aburrimiento. Miraba los cuadros, contaba las sombras que cruzaban por la angosta ventana, las telarañas en los rincones.

Poco a poco aquella celda se le hizo hogar, y pudo dedicar parte del día a escribir cartas que enviaba a sus "hermanas" de Sevilla y Toledo. Al principio eran reflexiones llenas de conjeturas sobre su cambio de suerte y las posibles causas. Los últimos días que pasó en la telefónica escribió y mandó –previa autorización por parte del suboficial carcelero, que tenía obligación de leerlas- tres cartas dirigidas a las monjitas de Toledo, en las que disponía ciertas cosas. Como si en ellas fuera su testamento.

Al cabo de quince días gozando de la hospitalidad del Ministerio de Defensa, Angelita fue acompañada en coche oficial hasta la estación de Atocha. Al pie del andén la dejaron los agentes del Ministerio. Llevaba en una mano su pequeña maleta y un sombrerito pasado de moda. En la otra, un billete de tren hasta Toledo le servía para cubrirse las lagrimas de indignación que no podía contener.